NBA | CRÓNICA DE UN MILAGRO: LOS 81 PUNTOS DE KOBE BRYANT

22 de Enero de 2006.

Es domingo, día no laborable, y el prestigioso Staples Center luce sus mejores galas para presenciar un partido que promete ser inolvidable. Se enfrentan los LA Lakers y los Toronto Raptors, en un duelo clave que, a priori, se presenta muy igualado. El conjunto oro y púrpura viene de perder en dos de las, por aquel entonces, canchas más difíciles de la NBA: Phoenix y Sacramento. Por lo tanto, necesita con urgencia una victoria en casa para reconducir su posición en la clasificación general. Anhelan alcanzar un puesto de Playoffs a pesar del salvajismo competitivo que representa la brutal Conferencia Oeste. En el otro lado, se sitúan unos Raptors jóvenes y desafiantes que buscan amargarle la noche a los locales. Una plantilla reformada que aspira a dejar atrás la época dorada que representaron Vince Carter y Tracy McGrady.

Conforme cae la noche en la glamurosa Los Ángeles, llegan ambas plantillas al estadio, y dentro de este se van colocando en sus asientos la masa al completo de aficionados. Padres que llevan ahorrando meses para poder cumplir el sueño de sus hijos, grupos de amigos que se han juntado muchas horas antes dispuestos a exprimir hasta la última gota de la velada, actores y personalidades famosas que no pierden la oportunidad de relacionarse con el mundo chic de LA acudiendo a un espectáculo de este calibre, etc. Beverly Hills, Long Beach, East Hollywood, West Los Angeles, Lincoln Heights, Sun Valley, la zona de Vermont…toda la ciudad pivota, por unas horas, en torno al 1111 de la Figueroa Street, lugar donde se emplaza el sagrado templo Laker.

Un rugido atronador envuelve la atmósfera del pabellón cuando aparece, desde el túnel de vestuarios, el gran héroe e hijo pródigo. Es la figura más reconocible de toda la NBA, y una de las más carismáticas del deporte mundial. Con gesto serio, concentración espartana, y férrea determinación, se dispone a realizar sus primeros lanzamientos en la rueda de calentamiento habitual. Una vez que los jugadores han entrado en calor, los arbitros instan a ambos conjuntos a prepararse para el salto inicial. Faltan segundos para que de comienzo la fiesta del baloncesto. Desde ese punto en adelante, los próximos 48 minutos serán los más brillantes en la vida de Kobe Bean Bryant.

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Pero antes de seguir con este relato, recapitulemos.

En el verano de 2004, los Lakers se enfrentaban a una de las decisiones más complicadas en la historia reciente de la franquicia. La relación entre Shaquille O’Neal y Kobe Bryant había llegado a un punto de no retorno. Dos personalidades irreconciliables a pesar de que, aunando fuerzas, habían conseguido ganar tres campeonatos consecutivos (2000, 2001 y 2002) y devuelto la gloria perdida a uno de los equipos más icónicos de la NBA. Pero todo aquello estaba más que muerto y enterrado. El envenenado cruce de declaraciones que se había producido durante todo el año, unido a lo que Bryant siempre entendió como una «relación excesivamente paternalista» entre Phil Jackson y O’Neal, lograría que todo estallara por los aires. El escolta angelino llevaba tiempo reprimiendo la furia que le producía ver al grandullón asumir todo el protagonismo a pesar de su menor compromiso y ética de trabajo. Pero que su propio entrenador mostrara, desde su punto de vista, un trato preferente hacia Shaq era la gota que colmaba el vaso. Por si fuera poco, aquel verano de 2004 Phil Jackson publicaría un polémico libro titulado «The Last Season», en el que narraba las vicisitudes de su última temporada en LA y mandaba una serie de afilados recados a Kobe Bryant. En aquellas páginas lo trataba de niñato intransigente incapaz de sacrificarse por el bien común. Una ofensa que Kobe jamás olvidaría.

Así pues, el equipo técnico de los Lakers tomaría la decisión de traspasar a Shaquille O’Neal rumbo a Miami Heat. Una elección comprensible si tenemos en cuenta el hecho de que «Diesel» estaba empezando a entrar en su fase de declive. Todo lo contrario a la «mamba negra», que cada vez demandaba más balón, elevaba su producción, y se erigía como el jugador más decisivo de la competición. A cambio de O’Neal, los de oro y púrpura recibirían una primera ronda del draft de 2006, una segunda ronda de 2007, y el siguiente pack de jugadores: Caron Butler, Brian Grant y Lamar Odom.  Además, Phil Jackson decidía apartarse del baloncesto por un tiempo, cansado del drama y el estrés que proyecta una liga tan exigente. El empujoncito que supuso los desacuerdos económicos en relación a su fallida renovación también tendrían mucho que ver.

Con un equipo considerablemente distinto, liderado por Kobe Bryant y comandado desde los banquillos por Rudy Tomjanovich, la temporada 2004-2005 de LA Lakers, la primera sin O’Neal, no resultaría en absoluto satisfactoria. El equipo nunca lograría entender la filosofía de su nuevo entrenador (situación tampoco paliada por la llegada de Frank Hamblen a mitad de temporada), y acabaría perdiéndose la postemporada por primera vez en muchos años tras cosechar un paupérrimo record de 34 victorias y 48 derrotas. Suspenso rotundo. Era un barco a la deriva capitaneado por el nuevo villano oficial de la NBA. Nadie le perdonaba a Kobe que ejerciera presión para deshacerse de O’Neal, y hasta ese momento, los resultados no hacían más que ofrecer munición barata a la amplia parroquia de detractores.

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Para la temporada siguiente, la 2005-2006, la franquicia angelina sorprendería al mundo del baloncesto repescando a su gurú por excelencia: Phil Jackson. El mítico estratega de Montana no lograba encontrar la paz mental después de haber salido, un año antes, por la puerta de atrás de este mundillo que tanto amaba. En busca de la redención, aceptaría una oferta de entre 7 y 10 millones de dólares para volver a dirigir a los siempre complicados Los Angeles Lakers. La sorpresa se manifestaba también en las propias declaraciones de Jackson:

«Esto es algo que nunca pensé que ocurriría. Es un placer volver a estar aquí.»

Aún quedaba la incógnita de su relación con Bryant, una relación que había abierto heridas imposibles de cicatrizar en un lapso tan corto de tiempo. Jackson, no obstante, aseguraba que todo aquello era parte del pasado y que el entendimiento con su gran superestrella era una incontestable realidad.

«Creo que es una cuestión de confianza, una cuestión de volver a construir la confianza que una vez tuvimos. Y si, he hablado con Kobe. De hecho él mismo me llamó esta mañana para felicitarme por mi nuevo trabajo. Ambos estamos dispuestos a pasar página y mirar hacia adelante.»

Junto a Phil Jackson destacaría la llegada de dos jugadores como Kwame Brown y Smush Parker, dos tipos que se labrarían una merecida fama de limitados en el aspecto técnico y táctico. Especialmente sangrante es el caso de Kwame, que había sido número uno del draft en 2001, escogido por Washington Wizards con la aprobación y el beneplácito del totem deportivo por excelencia: Michael Jordan. Nunca, en sus trece años como profesional, lograría el polémico pívot justificar tal elección. Ni siquiera la llegada a los Lakers resucitaría la carrera de un jugador poco dispuesto a mejorar su producción y trabajar su juego. Tampoco ayudaba la personalidad abrasiva y enfermizamente exigente de Bryant, que nunco aceptó ir a la batalla con compañeros poco comprometidos profesionalmente. Así pues, lo que depararía la temporada 2005-2006 resultaba un galimatías y una incógnita imposible de descifrar.

Se sucedían los partidos y los Lakers mostraban una irregularidad alarmante que, sin embargo, no resultaba baladí teniendo en cuenta el nivel general de la plantilla en comparación con los acorazados que poblaban la Conferencia Oeste. En lo personal, parecía que Bryant y Jackson habían aprendido a convivir, aunque fuera por omisión y por el afán de evitarse mutuamente lo máximo posible. No obstante, a ambos les seguía separando un mundo en cuanto a concepción del juego se refiere. Se enfrentaban dos filosofías antagónicas del baloncesto, y dos maneras distintas de abordar un problema. Para Jackson y su asistente por excelencia, Tex Winter, el juego colectivo, la solidaridad entre todos los miembros del equipo, y los principios sagrados del triángulo ofensivo eran innegociables. Para Bryant, por el contrario, lo único que importaba era ganar, aunque tuviera que prescindir de la inmutable comunión del grupo. En busca de esa meta no importaba, por lo tanto, convertir cada partido en una permanente exhibición individual. Bryant entendía que, si sus compañeros no eran capaces de prestarle ayuda, iría a la guerra completamente solo. Jackson opinaba que era el propio Kobe el que debía motivar y facilitarle las cosas a los suyos. Juzgándolo de forma imparcial y objetiva, es muy posible que ambas partes tuvieran su parcela de razón.

Lo cierto y verdad es que el equipo lograba sobrevivir gracias a las soberbias actuaciones de su superestrella, que parecía dispuesto a convertirse en el mejor jugador que jamás había pisado una cancha de baloncesto. Además, aquella temporada vería el resurgir poderoso de la figura del encestador, ya que algunos de los mejores jugadores de la liga (Iverson, Pierce, el propio Bryant, etc) alcanzarían topes históricos en cuanto a anotación se refiere. A golpe de sinfonías individuales buscaban superar el juego defensivo y rocoso que había caracterizado a la NBA desde la segunda retirada de Michael Jordan, o incluso antes. En la práctica, lo que pondría fin a aquello no sería la vehemente filosofía del aclarado, sino la revolución táctica llevada a cabo por los Phoenix Suns de Mike D’Antoni.

En cualquier caso, asistir a un partido de los Lakers era rendirle tributo a aquella famosa canción del rapero Tupac Shakur titulada Me Against The World. Porque, en efecto, parecía que Kobe se medía al mundo entero cada vez que agarraba el balón. Detrás de aquel fenómeno se adivinaba el orgullo indomable de un chico que derrochaba valentía pura en cancha. No lo hacía de cara a la galería, sino en busca del desahogo psicológico que supone hacerse con la victoria. Caer derrotado era una tortura mental difícil de comprender para el resto de mortales. Y así, bajo ese precepto inexpugnable, llegaría el mayor de los orgasmos baloncestísticos la noche del 22 de Enero de 2006. Ya en la previa del partido, el famoso periodista deportivo español, Antoni Daimiel, lanzaría una afirmación profética:

«Toronto es un equipo que juega a un ritmo muy alto y obliga al rival a anotar muchas canastas. No me sorprendería que esta noche Kobe se fuera fácilmente hasta los 40, 50, o incluso más puntos.»

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El primer cuarto resultaría favorable para los Raptors, que como era de esperar, marcaban el ritmo del encuentro gracias al acierto de Mike James y Charlie Villanueva. Un parcial de 36-29 hablaba bien a las claras de las intenciones de Sam Mitchell (entrenador de Toronto) y sus pupilos. Diferencia que aumentaría aún más en el segundo cuarto, en una oda al baloncesto ofensivo protagonizada también por el talento de la joven promesa, Chris Bosh, y la dirección del veterano Jalen Rose. Al descanso, el marcador de 63-49 reflejaba claramente la ventaja competitiva de los canadienses. En los Lakers, tan solo la brillantez individual de Bryant salvaba los muebles de un equipo que no sabía realmente a que estaba jugando. La mamba negra alcanzaba túnel de vestuarios con 26 puntos en su haber, una cifra excelente que, sin embargo, palidecería en comparación con lo que estaba por venir. Porque nadie, ni tan siquiera su abuela que había acudido por primera y única vez al Staples Center a disfrutar del talento de su nieto, imaginaba el huracán que estaba a punto de levantarse. Un terremoto histórico que sacudiría por completo los pilares del deporte universal.

Comenzaba el tercer cuarto en Los Ángeles con un Kobe Bryant dispuesto a pelear hasta el final. El juego de los Lakers gravitaba por completo en torno a la figura del «8», que enseñaba su inagotable repertorio de recursos. Toronto no cedía su ventaja en el marcador (que llegaría a ser de hasta +18), a pesar del festival individual de Bryant. Una penetración contra cinco jugadores, un triple desafiante en transición, otro triple tras recibir y evitar el bote, una acción de media distancia precedida de numerosas fintas, un robo y mate…parecía que Kobe iba alcanzando, progresivamente, ese estado de trance más propio de dioses. A base de fe ciega en sus posibilidades iba recortando las distancias para su equipo, a pesar de los esfuerzos por evitarlo de Jalen Rose y Morris Peterson, que resultaban víctimas propiciatorias de un juego incomprensible y macabro.

Canasta, canasta, canasta, canasta. Otra canasta. Y otra más. Kobe Bryant era Hannibal Lecter silenciando por si solo a los corderos vestidos de rojo y negro. El caníbal más sanguinario de toda la NBA. Y así pues, se llegaba al final del tercer cuarto con un 85-91 a favor de los Lakers. Un solo hombre había sido capaz de remontar el partido.

En el último periodo se culminaría el mayor milagro en la historia moderna del baloncesto. Bryant seguía a lo suyo, machacando al rival a base de canastas inverosímiles y sacando a los Raptors del partido, que se hundían psicológicamente por no ser capaces de comprender lo que estaba sucediendo. Al ritmo del «¡MVP! ¡MVP!» que coreaba la exultante grada del Staples Center, Bryant se iba creciendo consciente de que estaba sellando su lugar en la inmortalidad. A falta de 4 minutos y 25 segundos para el final, la mamba negra anotaría un canastón por encima de Peterson que servía para superar el record de Elgin Baylor (tope anotador en un partido de los Lakers hasta ese momento). Desde ese punto en adelante, el hambre de Kobe continuaría elevándole hasta los altares. No se conformaba con cambiar la historia de su franquicia, también quería cambiar la del baloncesto en su totalidad.

Con 43 segundos por jugarse, el mito viviente acudiría a la línea de tiros libres para sellar el punto 80 y 81 en su haber. La segunda mejor actuación individual jamás contemplada tras los 100 puntos de Wilt Chamberlain en 1962, en otra era y otro baloncesto. Phil Jackson sonreía ironicamente desde el banquillo, sabedor de que solo un tipo como Kobe era capaz de desafiar la lógica misma del juego. Porque aquella noche hubiera sido inutil y contraproducente tratar de cohibirle, a pesar de su devoción por la filosofía colectiva. Al contrario, honraría a su pupilo sustituyéndole antes del pitido final para recibir la ovación atronadora del Staples. Kobe marchaba al banquillo tras la felicitación de sus compañeros y apuntando con el dedo índice hacia el cielo, como si tratara de decirnos que el límite solo se encuentra allí. El resto es una ilusión impuesta por nosotros mismos.

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Ya en rueda de prensa, el propio protagonista se postraba falto de palabras ante lo que se entendía como un milagro deportivo.

«Esto no lo llegué a imaginar ni en mis mejores sueños. Es algo que simplemente acaba de ocurrir. Es difícil de explicar. Tan solo se que sucedió y fue real», afirmaría Bryant.

Alrededor de la liga se amontonaban los halagos hacia la figura más dominante del baloncesto mundial. Entre todas destacaba la de, por ejemplo, Mark Cuban, el controvertido dueño de los Dallas Mavericks, que ya había sufrido a la figura de Bryant un mes antes cuando logró anotarle 62 puntos a su equipo en tan solo tres cuartos.

«Esto es increíble. Va más allá de lo increíble. Ahora mismo está en otro nivel completamente distinto al del resto de jugadores. Es como si estuviera jugando con el resto de equipos. Si le aprietas, simplemente da dos pasos atrás y te enchufa un tiro de larga distancia. Espero que la NBA reconfigure su calendario televisivo para que podamos verle más veces. Sería divertido ver hasta donde es capaz de llegar, y debatir sobre la importancia de un solo jugador en un deporte de equipo.»

Otro ilustre como Scottie Pippen, por su parte, comentaba lo siguiente:

«Es brutal, definitivamente. Esto es algo nuevo para mí, algo que me produce un shock. Recibí la noticia anoche alrededor de las 3 de la mañana, y tras saberlo fuí incapaz de volver a conciliar el sueño.»

Por último, un referente de la franquicia como Kareem Abdul-Jabbar también ofrecía su opinión al respecto:

«El rango de acción de Kobe es increíble. Su habilidad para lanzar desde lejos y también atacar la canasta, romper la defensa y contar con oportunidades cerca del aro es magnífica. Acaba de labrarse un lugar único en la historia, y se lo merece.»

A la mañana siguiente, los tabloides de todo el mundo abrirían su sección deportiva con la noticia. En los colegios, institutos, universidades y lugares de trabajo, los comentarios giraban en torno al asombro y la incredulidad. La noche anterior, Kobe Bryant sumaría, de golpe y porrazo, una legión de adeptos al baloncesto que se mantendrían fieles a su figura ad eternum. Durante unas horas, aquel chico apasionado que creció entre Rieti, Reggio Calabria y Philadelphia, profesándole amor eterno a la bola naranja, quiso escribir la crónica de un milagro.

Esa noche del 22 de Enero de 2006, Kobe Bean Bryant sacudió al mundo entero.

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Javier Bógalo

Baloncesto como pasión, vicio, y consuelo.